El Palacio de los Luján se convierte en un campo minado con la llegada del duque de Carvajal y Cifuentes. Desde el primer momento en que Lisandro cruza el umbral del salón noble, su presencia impone un silencio tenso, casi asfixiante. Nadie lo siente más que Lorenzo y Leocadia, quienes han levantado un castillo de mentiras que ahora comienza a desmoronarse. Los dos saben que cualquier movimiento en falso podría delatarlos, sobre todo porque el duque representa una amenaza real: él conoce secretos que podrían destruirlos.
Leocadia intenta mantener la compostura, pero Lorenzo percibe su nerviosismo. La observa con detenimiento mientras ella se queda mirando por la ventana, con las manos temblorosas. “¿Estás así desde que llegó el duque?”, le lanza él, seco, casi con desprecio. Ella trata de disimular, pero sus respuestas evasivas y su mirada esquiva solo confirman sus temores. Hay un pasado que los une, algo más que una simple cortesía social. Y Lorenzo, mordido por los celos y la desconfianza, no tarda en lanzarle la acusación: “Tú y Lisandro fuisteis amantes.”
La tensión entre ambos se corta con cuchillo. Leocadia niega, amenaza, pero su rostro la delata. Lorenzo no necesita más pruebas, porque el pánico de ella lo confirma todo. Sabe que si Lisandro está en el palacio, no es solo por cortesía. Está aquí por algo, o por alguien. Y Lorenzo empieza a sospechar que todo su plan —su intento de eliminar a Eugenia y afianzar su poder junto a Leocadia— está a punto de saltar por los aires.
Mientras tanto, en otra ala del palacio, Eugenia prepara con determinación un acto final que cambiará el destino de todos. Con movimientos firmes, arregla la habitación que antes era de Lorenzo. Sus gestos serenos esconden una tormenta interior. Ya no es la mujer frágil que fue llevada una vez al sanatorio: ha vuelto con un propósito, y no está dispuesta a marcharse sin pelear.
Lorenzo entra sin avisar, visiblemente alterado por su conversación con Leocadia. La encuentra en su antigua habitación y no puede ocultar la sorpresa. Eugenia, sin inmutarse, le responde con firmeza: “Estoy organizando mis cosas.” Él no entiende. Después de todo lo que ella le dijo, después de haberlo despreciado públicamente, ¿por qué volver ahora?
Ella lo mira a los ojos. “Porque quiero entender lo que queda de mí… y quizás lo que queda de nosotros.” Lorenzo no sabe si puede creerle. ¿Está jugando? ¿Es parte de un plan? Eugenia, sin embargo, no duda. Le dice que ha cambiado, que si quiere descubrir la verdad que esconde el palacio, debe estar cerca de las piezas que mueven el tablero. Y él es una de esas piezas.
Pero lo que Lorenzo no imagina es que Eugenia está por jugar su carta más peligrosa.
Durante una cena en el salón principal, con todos los presentes sentados bajo la tenue luz de los candelabros, Eugenia interrumpe la velada. Se pone de pie con la calma de quien ha meditado sus palabras durante años. Los murmullos se apagan. Todas las miradas se vuelven hacia ella.
Entonces, lanza la bomba: “Lisandro es el verdadero padre de Ángela.”
La sala estalla en un mar de suspiros, incredulidad y miradas cruzadas. Algunos se llevan la mano a la boca. Otros, como Leocadia, se ponen lívidos. El duque no niega. Sus ojos se mantienen firmes, aunque una sombra de pasado lo cruza. Eugenia lo mira sin miedo, como si al decirlo hubiese liberado décadas de angustia.
La revelación no solo es un escándalo. Es una grieta irreversible en la estructura del palacio. Porque si Ángela es hija del duque, todo lo que Leocadia ha manipulado, todo lo que Lorenzo ha intentado esconder, se desmorona.
Y eso no es todo.
La revelación de Eugenia viene acompañada de un detalle aún más devastador: una carta. Un documento antiguo, con la caligrafía de Lisandro, que confirma la relación y su conocimiento de la existencia de Ángela. No solo fue amante de Leocadia, sino que también fue cómplice en el silencio.
La reacción es inmediata. Leocadia pierde el control, Lorenzo intenta calmarla, pero está claro que el daño está hecho. Eugenia, con una serenidad temblorosa, acepta ser llevada nuevamente al sanatorio, como habían planeado ellos. Pero lo hace con la cabeza alta, con la victoria moral de quien, aún derrotada, deja una bomba detrás.
Mientras los sirvientes la escoltan fuera del palacio, Lisandro permanece en silencio. Sabe que la verdad siempre encuentra su camino. Y en ese instante, todo el Palacio de los Luján se tambalea.
En los días siguientes, nada será igual.
Lorenzo y Leocadia, enfrentados por las sospechas y el miedo al pasado. Alonso, devastado al saber que ha sido engañado durante años. Y Ángela, confundida por la verdad sobre sus orígenes.
Pero lo que nadie imagina es que Eugenia, desde el sanatorio, no ha dicho su última palabra.
Esta fue solo la primera jugada. Y lo que viene a continuación puede ser el jaque mate.