Era el día que Catalina había soñado durante tanto tiempo. El cielo resplandecía con una calma solemne, el altar estaba vestido con flores blancas, y cada rincón del templo parecía suspirar felicidad. Adriano, a su lado, le apretaba la mano con ternura, intentando calmar el temblor de su pecho. Todo estaba listo. El padre Samuel se disponía a pronunciar las palabras que unirían sus vidas para siempre. Pero justo cuando el destino parecía alinearse, una voz irrumpió con violencia: “¡Deténganse ahora mismo!”

El silencio fue brutal. Todos los presentes giraron la cabeza al unísono y ahí, en la entrada de la iglesia, como un espectro salido del pasado, se encontraba Leocadia, vestida de negro, su mirada oscura, su expresión un enigma entre el desprecio, el desafío y una inquietante serenidad. Su sola presencia desestabilizó el alma de la ceremonia. Nadie la había invitado. Nadie la esperaba. Pero ahí estaba, como si el momento le perteneciera.

Catalina sintió que el mundo se le desmoronaba bajo los pies. Su respiración se volvió errática. A su lado, Adriano tensó el cuerpo y dio un paso hacia adelante, firme pero nervioso. “Este no es el momento ni el lugar”, le dijo con voz contenida. Pero Leocadia sonrió con crueldad. “¿No? A mí me parece perfecto para decir la verdad.”

Simona se levantó de golpe, con el alma al borde del abismo. Manuel intentó detenerla, pero ella lo apartó. “Leocadia, no lo hagas”, suplicó. Pero la mujer, impasible, replicó: “Ay, Simona, siempre tan dispuesta a proteger lo que no entiende”.

Las palabras de Leocadia eran cuchillos disfrazados de revelación. Adriano trató de mantener el control. “¿De qué estás hablando?”, preguntó. Pero Leocadia, avanzando lentamente como una sentencia inevitable, disparó: “De su farsa, por supuesto. Esto no es una boda, es una puesta en escena, un montaje para encubrir lo que ustedes no se atreven a nombrar.”

El padre Samuel intentó interceder, apelando al respeto por el lugar sagrado. Pero Leocadia no se detuvo: “¿Sagrada? No hay nada sagrado en una ceremonia que se levanta sobre la mentira.” Y entonces Catalina, temblando, con los ojos desbordados de confusión, miró a Adriano: “¿Es verdad? ¿Hay algo que no me has contado?”

El silencio se volvió insoportable. Catalina lo sentía: ese no era un simple ataque, era una revelación que podía demoler su futuro. Y en ese instante, la pregunta crucial se instaló en cada espectador de esta historia: ¿Confiarías o abandonarías todo si estuvieras en su lugar?

Adriano intentó negar todo, su voz firme, pero Catalina ya no podía seguir adelante. La semilla de la duda había sido plantada, y germinaba con rapidez en su corazón. “Catalina, no le creas. No tiene pruebas, no tiene poder sobre nosotros”, intentó decir. Pero Leocadia, desde la sombra, remató con veneno: “Incluso él guarda silencio. Tu príncipe construyó castillos sobre arena.”

La tensión alcanzaba un punto insostenible. ¿Era verdad lo que insinuaba Leocadia? ¿O había algo más detrás de esa interrupción? ¿Era solo venganza… o algo aún más turbio, más profundo, más peligroso?

Mientras tanto, lejos del altar y del escándalo, en la cocina de la villa, Simona vivía su propio infierno emocional. Sentada frente a una mesa vieja, con las manos aferradas a una taza fría, miraba a su hijo Toño con una mezcla de amor y angustia. Su regreso, tan esperado, había traído una chispa de alegría… que se había apagado casi de inmediato.

La desaparición, el accidente, el silencio. Todo había sucedido demasiado rápido, demasiado confuso. Simona, que sabía leer el alma de las personas, presentía que Toño le escondía algo. Manuel, siempre noble, intentó tender un puente entre madre e hijo. Con voz serena, le dijo: “Te juro que no quise hacerle daño a nadie. Me dejé llevar por el miedo. Lo del coche fue un impulso, no maldad.” Manuel asentía, comprensivo. “Todos tropezamos, Toño. Lo importante es enfrentar las consecuencias.”

Pero Simona no se conformaba. Ella conocía cada gesto de su hijo, cada quiebre en su voz. Sabía que mentía. Le sostuvo la mirada, firme pero con la voz temblorosa: “Toño, dime la verdad. ¿Eso es todo? ¿No hay nada más que deba saber?”

Toño guardó silencio. Buscaba respuestas en las sombras de la cocina. Repetía palabras ya dichas, pero su tono era inseguro. Simona no necesitaba más. “No, hijo. Eso no es todo. Lo siento aquí”, dijo, golpeando suavemente la mesa con la mano. “¿En qué lío te has metido? ¿Alguien te está amenazando? ¿Tienes deudas? ¿Estás involucrado con gente peligrosa?”

El rostro de Toño se transformó en un espejo de terror. Quiso hablar, pero no pudo. Y en ese silencio, Simona comprendió. Había algo mucho más oscuro. Algo que él no podía decir… o no se atrevía. Y si ese secreto no solo lo involucraba a él, sino a toda la familia. ¿Y si la amenaza era más grande de lo que podían imaginar?

El escándalo en la iglesia y el silencio en la cocina eran dos caras de una misma moneda: una verdad que amenaza con destruir todo.

En el próximo episodio de La Promesa, descubriremos:

• ¿Qué sabe realmente Leocadia sobre Adriano?

• ¿Cuál es el oscuro secreto que Toño esconde?

• ¿Cómo reaccionará Catalina ante la verdad?

• ¿Y qué pasará si lo que se oculta no solo pone en peligro a una pareja… sino a toda la familia?

No te lo pierdas. Y tú, ¿perdonarías a quien amas si descubres que te ha mentido para protegerte? ¿O ese engaño sería suficiente para romperlo todo? Déjalo en los comentarios.

Y recuerda, en esta casa, nada es lo que parece. Nos vemos en el próximo capítulo.