En el capítulo 84 de Una nueva vida, la tensión alcanza un punto de ebullición y nada volverá a ser igual. La calma de la mansión se rompe cuando un grito desesperado resuena en los pasillos: Aen ha caído, y su vida pende de un hilo. Abidin, conmocionado, intenta pedir ayuda médica, pero Cicek lo detiene en seco: “No podemos llamar a nadie todavía. Si Aen despierta y acusa a Suna, será el fin para ella.”
Cicek, siempre estratégica, opta por llamar a su propio médico de confianza. El ambiente es irrespirable. Seiran, presa del pánico y la rabia, exige a su hermana que diga la verdad. “¡Diles que no la empujaste! ¡Diles que están mintiendo!” Pero Suna solo puede sollozar entre lágrimas: jura que fue un accidente. Que apenas la tocó. Que quiso detenerla, pero no pudo. Su versión cuelga en el aire, rodeada de sospechas.
Mientras tanto, en otro rincón de la ciudad, Ferit enfrenta una batalla interna aún más desgarradora. Su abuelo, Alice Coran, le revela con serenidad que su final se acerca. Le ha preparado toda su vida para este momento: “Ahora te toca a ti liderar a esta familia.” Ferit no puede aceptar la idea de perderlo, y menos aún, de tomar su lugar. “No puedo hacerlo. Tú eres Alice Coran. No puedes morir.” Pero el viejo patriarca le entrega su última enseñanza: si quiere liderar, deberá enfrentar cada llamado con firmeza… justo cuando suena el teléfono. Seiran lo necesita: hubo un accidente.
Ferit parte hacia la mansión, sin tiempo de digerir la conversación. Allí, Karam no pierde la oportunidad de lanzarle veneno: “Antes eras valiente con un arma en la mano. Ahora no puedes ni salvar a tu madre.” Pero Seiran no se amilana. “Solo sabes amenazar mujeres. A nosotras no nos asustas.”
El médico llega a la mansión y es claro: Aen necesita ser hospitalizada de inmediato. Suna, decidida, no duda: “Vamos al hospital. No me importa lo que diga Aen. Ni lo que piense nadie.” Y en ese impulso, toma una decisión que cambiará su destino. Mira a su hermana y le dice con voz firme: “No voy a criar a mi hijo sola. He decidido volver con Abidin. Esta vez, de verdad.”
Cicek lanza una bomba en medio del caos: Aen sabía algo. Antes de caer, le dijo a Suna que no podía contarle a nadie. Algo oscuro está a punto de salir a la luz. En el camino al hospital, Abidin rompe el silencio con una pregunta directa: “¿Qué pasó realmente, Suna?” Ella, con los ojos bajos, confiesa: “Discutimos. Estaba furiosa porque regresé contigo. Pero juro que no la empujé. Esta vez vine a buscarte de verdad. Quiero que nos vayamos lejos… con nuestro hijo.”
En paralelo, Ferit y Seiran comparten una conversación profundamente emocional fuera de la mansión. Ferit, desbordado, admite que su mayor temor es quedarse solo, sin la guía de su abuelo. “No puedo cargar con todo esto. Se está muriendo por mi culpa.” Seiran, con una madurez conmovedora, lo toma de la mano emocionalmente y le dice: “No estás solo. Estoy contigo. Si tú no tienes fuerzas, yo las tendré por ti.” Ferit, conmovido, siente por primera vez que puede apoyarse en alguien sin caer.
De regreso en el hospital, Esme enfrenta a su hija con un dolor que corta el alma: “¿Para esto pasamos por tanto? ¿Para que volvieras con tu marido? ¿Para que mi hijo muriera por una separación de dos días?” Suna acepta la culpa. “Haré lo que sera por mi hijo. Y no viviremos más en esa casa maldita. Nos iremos los tres. Lejos de todo.” La decisión está tomada. No hay vuelta atrás.
La tensión aumenta cuando Suna se enfrenta finalmente a Aen en la habitación del hospital. Su voz tiembla. “Gracias a Dios estás viva. No fue mi intención. Lo juro.” Pero Aen, fría y calculadora, responde con veneno: “Te pediré algo, pero aún no decido qué. Ya te lo haré saber. Ahora vete.” Cicek intercepta a Suna en el pasillo. “Creemos en tu inocencia, pero Aen tiene poder. Y si decide calumniarte…” Abidin irrumpe y pone fin al drama. “No vinimos a discutir. Vinimos a decirles que nos vamos. Suna, nuestro hijo y yo.”
La bomba estalla. Cicek, en un gesto de complicidad inesperado, les desea lo mejor. “Sé que no son felices aquí. Váyanse. Ya le quitamos esta casa a Alice. Eso me basta.” Pero no todos comparten esa calma. En la gran mesa del comedor, Karam lanza otra de sus miradas acusadoras a Suna. Ella, sin miedo, le responde con una ironía punzante: “Los Coran cenan en una mesa pequeña, pero están felices. Ustedes están en esta mesa enorme… y solos. Me reí porque me pregunté quién perdió de verdad.” Un silencio gélido se instala en la habitación. Nadie tiene una réplica.
Y así, entre acusaciones, lágrimas y decisiones irreversibles, Suna y Abidin emprenden su nueva vida lejos de la mansión. Atrás quedan los secretos, las intrigas y los fantasmas de una casa que devora todo a su paso. Frente a ellos, el camino es incierto… pero también lleno de esperanza. Porque cuando todo se derrumba, solo queda una salida: volver a empezar. Y eso es precisamente lo que están dispuestos a hacer.