La tensión se palpa en el aire desde el primer segundo. Marta, concentrada en sus asuntos con Miranda, levanta la vista y se encuentra con una figura inesperada: Pelayo. Su presencia la sorprende. No lo esperaba, no en ese momento. Él, intentando suavizar la situación con una sonrisa ensayada, le dice que vino directamente desde Valencia, que pensó en pasar a verla… por si le apetecía tomar un café. La propuesta, aunque informal, está cargada de un subtexto que Marta comprende al instante.
Pero Marta está ocupada. O al menos esa es su excusa inmediata. Tiene cosas que resolver relacionadas con Miranda. Pelayo, decepcionado, da un paso atrás, asegurando que no quiere molestarla. Ella, intentando mantener una distancia cortés pero no hiriente, le dice que luego le cuente cómo le fue, si logró algún contacto interesante en el viaje. Pero la cortesía, en este caso, se siente como una barrera. Pelayo lo percibe y deja caer la máscara de cordialidad.
“No estamos delante de nadie”, dice, mirándola con los ojos llenos de reproches silenciosos. “No hace falta que finjas interés.”
Ese comentario lo cambia todo. Marta se endereza, herida por la insinuación. Le responde que sí le importa, aunque él se niegue a creerlo. Reconoce que entre ellos hay heridas, y que la situación no es fácil. Que él tiene motivos para sentirse molesto, especialmente porque ella no lo acompañó a Valencia, pero le recuerda que tenía obligaciones importantes. Que todo salió bien: Luis encontró dos fragancias para Miranda y ambas encantaron al cliente. Un pequeño triunfo profesional.
Pero Pelayo no lo celebra. Con un tono irónico que hiere más que mil palabras, responde: “Otro éxito para la gran Marta de la Reina”. Marta no se deja intimidar. Lo enfrenta con firmeza y dolor acumulado: si tiene algo que decir, que lo diga ya. Que no la castigue con silencios y miradas cargadas de resentimiento.
Y finalmente, Pelayo lo suelta. El motivo de su verdadera molestia. Marta sacó dinero sin consultarle. Dinero de ambos. Y lo hizo para tener un gesto con Fina. Para ayudarla. No se lo ocultó por malicia, sino por impulso, por necesidad. Por humanidad. Pero eso a Pelayo no le basta. Se sintió excluido, como si sus decisiones no contaran. Le advierte que ese tipo de acciones tienen consecuencias, que así no funcionan las cosas cuando se está en pareja.
Marta explota. Le dice que no puede controlarlo todo, que no es su empleado ni su subordinada. Que tomó el dinero para hacer algo bueno, algo necesario. Que Fina lo necesitaba más que ellos. Su tono se endurece, pero hay emoción detrás de cada palabra. No lo hizo por ego, lo hizo por bondad. Y eso debería importar.
El ambiente se vuelve irrespirable. Pelayo está a punto de marcharse. Tiene una comida pendiente con Miguel Ángel. Se coloca el abrigo, da media vuelta, y Marta, a pesar de todo, no lo detiene. Pero entonces suena el teléfono. Una llamada inesperada, urgente. El mundo se detiene.
Marta se entera de que su madre ha sufrido un accidente. Nada grave —una lesión en el brazo—, pero la han llevado al hospital y necesita atención. El cambio en su expresión es inmediato. La preocupación se apodera de ella. Ya no hay reproches, ya no hay orgullo. Solo queda el instinto de una hija que quiere estar con su madre.
Pelayo ve esa transformación y algo en él también cambia. Se ablanda, da un paso al frente y, sin pensarlo demasiado, le dice: “¿Quieres que te acompañe?”. Marta, confundida por ese gesto inesperado, le pregunta si de verdad quiere hacerlo. Él responde con sinceridad: “Vamos”.
Ese “vamos” lo dice todo.
Lo que sigue es una de esas escenas que no necesita gritos ni lágrimas para estremecer. Marta y Pelayo, dos personas rotas por dentro, enfrentadas por sus propias heridas y por un pasado compartido, deciden caminar juntas. Aunque solo sea por un momento. Aunque todo esté fracturado entre ellos. Aunque nada sea fácil. Él le ofrece su apoyo cuando ella más lo necesita. Ella, conmovida, lo acepta. Porque sabe que, a pesar de todo, todavía hay algo ahí.
Y en ese trayecto silencioso hacia el hospital, no van solo dos figuras enfrentadas. Van dos personas que aún se quieren, aunque no sepan cómo amarse sin herirse. Marta piensa en su madre, en cómo todo puede cambiar en un segundo. Pelayo piensa en Marta, en la mujer que le reprocha sus silencios pero que también es capaz de vaciar una cuenta por ayudar a Fina. Tal vez por eso no puede dejarla, aunque duela. Porque todavía hay cosas que no se han dicho. Porque aún queda amor entre los escombros.
Ese amor, torpe, imperfecto, pero real, se asoma en los pequeños gestos. En una pregunta tímida. En una mano que roza sin querer. En una mirada que se desvía para no llorar.
Y mientras tanto, lejos de allí, Fina ni siquiera sabe que ha sido el epicentro de este terremoto emocional. Que su bienestar fue la chispa que encendió una discusión, pero también el hilo que empezó a coser una herida vieja.
Sueños de libertad nos recuerda, una vez más, que las relaciones humanas no son simples. Que amar no es solo querer, sino también saber ceder, perdonar, escuchar. Que a veces se pelea por cosas pequeñas porque detrás hay dolores grandes. Y que incluso en medio de una discusión, puede haber ternura.
Pelayo y Marta se van juntos, dejando atrás las palabras amargas. No han resuelto todo, ni siquiera lo han intentado. Pero han dado un paso. Uno silencioso, lleno de significado. Porque a veces el amor se manifiesta no en los momentos de felicidad, sino en esos segundos de vulnerabilidad compartida.
Y así, el capítulo 311 se cierra con una puerta que se abre: la del hospital, sí… pero también la del reencuentro entre dos personas que, pese a sus errores, aún no han dejado de importarse.
¿Te gustaría que preparara también el spoiler del capítulo 312 con un nuevo título emocional o quieres que explore más sobre la relación entre Marta y Fina?