En las profundidades sombrías de La Promesa, donde la elegancia de los salones oculta venenos más letales que el más afilado puñal, se gesta una traición que podría destruirlo todo. Y esta vez, el testigo de lo imposible no es un noble ni un conspirador… sino Toño. Malherido, sucio y con la mirada desencajada por el terror, ha regresado del bosque con un secreto capaz de incendiar la hacienda entera.
Todo comenzó en una noche cualquiera, en apariencia serena, en la que el eco de los pasos de Eugenia resonaba por los pasillos como un lamento del pasado. Su mente fragmentada apenas podía sostenerse entre recuerdos difusos y momentos de lucidez que aparecían como relámpagos de verdad. Pero esos relámpagos eran peligrosos. Demasiado peligrosos. Porque Eugenia, a pesar de su fragilidad, sabía más de lo que debía. Y Lorenzo lo sabía. Leocadia también. Y eso los aterrorizaba.
En una cabaña escondida entre el follaje, Leocadia y Lorenzo tramaban lo inimaginable. Con palabras suaves como terciopelo, Lorenzo desplegaba su plan como si fuera una danza macabra. “Leocadia, la idea debe sembrarse gota a gota… Eugenia no puede quedarse aquí”, le decía con ese tono seductor que enmascara el veneno de sus verdaderas intenciones. Leocadia, aunque visiblemente inquieta, accedía. Sabía que la presencia de Eugenia podía desmoronar todo el andamiaje de acuerdos financieros, testamentos manipulados y alianzas secretas que ambos habían tejido como una tela de araña.
El plan era maquiavélico: provocar pequeños episodios en Eugenia, manipular situaciones, exagerar incidentes. Todo para que Alonso creyera que su hermana estaba perdiendo la razón de forma irreversible. “El sanatorio es la mejor opción para ella… y para nosotros”, dictaminó Lorenzo con una sonrisa helada.
Y justo cuando todo parecía marchar bajo las sombras sin que nadie sospechara, el destino puso a Toño en el lugar equivocado… o quizás en el correcto.
El joven se había internado en el bosque a buscar leña y, guiado por una intuición inquieta, descubrió la cabaña. Desde el interior, oyó voces. No tardó en reconocerlas: eran Lorenzo y Leocadia. Lo que escuchó lo dejó paralizado. Habían decidido acelerar el deterioro de Eugenia, usar un frasco oscuro –posiblemente veneno– para simular una recaída brutal que justificaría su internamiento inmediato. La frialdad con la que discutían el asunto, como si se tratara de un trámite administrativo, lo horrorizó.
“Si la envenenan… ¿quién podrá salvarla?”, pensaba Toño mientras escapaba entre ramas y raíces, convencido de que debía contar lo que sabía. Y así, deshecho, con la ropa hecha jirones y el alma temblando, llegó a la hacienda. Fue Manuel quien lo vio primero. Corrió hacia él y lo abrazó con fuerza mientras Toño apenas podía respirar. “Veneno”, murmuró una y otra vez, hasta que logró hilar su relato. Los ojos de Manuel se llenaron de pánico. Pía y Rómulo acudieron rápidamente al escuchar el alboroto y, poco a poco, entre todos, ayudaron a Toño a calmarse.
Cuando por fin pudo hablar con claridad, soltó una revelación aún más espeluznante: Lorenzo y Leocadia planeaban que todo sucediera durante la boda de Catalina y Adriano. Querían aprovechar el alboroto de la ceremonia para ejecutar su plan, escondiendo la tragedia entre los suspiros y las lágrimas de felicidad. Porque sí, esa boda clandestina que tantos esperaban con ilusión también era parte de la estrategia de distracción. Lo que debía ser un símbolo de amor, se convertiría en la cortina de humo de una traición atroz.
Mientras tanto, Pía y Teresa seguían cosiendo en silencio el vestido de novia, ajenas a la monstruosidad que se avecinaba. Catalina y Adriano, ilusionados, se encontraban en secreto bajo la luna, sin saber que el amor que los unía estaba a punto de ser utilizado como tapadera de un crimen. “Solo espero que Leocadia no descubra nada”, había susurrado Teresa. Pero ya era demasiado tarde: Leocadia no solo lo sabía… lo dirigía.
En otra ala de la mansión, Alonso comenzaba a notar algo extraño. Eugenia no era la misma, y aunque intentaba justificarlo como parte de su estado mental, algo en su corazón le gritaba que había una verdad más oscura. Pero el amor fraternal lo cegaba, lo hacía vulnerable. Exactamente como Lorenzo lo había previsto.
El silencio tras la confesión de Toño fue más elocuente que cualquier grito. Pía se llevó una mano a la boca, horrorizada. Rómulo apretó los puños, pálido, y Manuel… Manuel comprendió que tenía en sus manos una verdad demasiado peligrosa para ser ignorada. Pero ¿qué hacer con esa información? Si hablaba, desataría un escándalo que arrasaría con todo. Si callaba, entregaría a Eugenia a sus verdugos.
¿Podrá Manuel actuar a tiempo? ¿Será capaz de detener la maquinaria implacable de Lorenzo y Leocadia? ¿O el veneno ya ha comenzado a surtir efecto?
Entre bodas secretas, complots envenenados y recuerdos que claman justicia, La Promesa arde en un torbellino de emociones, donde el amor se enfrenta a la traición, y la vida pende de un hilo delgado como el silencio de Toño.
Y tú, ¿también crees que el mal ya ha echado raíces demasiado profundas en la hacienda? Déjalo en los comentarios… porque la verdad, al fin, ha comenzado a salir a la luz.