La boda de Suna no fue un cuento de hadas. Fue una sentencia. Vestida de negro como quien acude a su propio entierro, fue forzada por su padre a casarse con Saffet, un hombre por el que no siente nada y con quien jamás imaginó compartir su vida. Aquella ceremonia, lejos de ser una celebración, fue el prólogo de una tragedia personal que marcaría un antes y un después en su existencia.
Desde el primer instante, Suna sabía que nada bueno podía esperarla. Cada paso hacia el altar era un paso más lejos de Abidin, el único hombre que había hecho latir su corazón de verdad. Cada palabra pronunciada, cada mirada vacía y cada felicitación hipócrita era una bofetada silenciosa a sus sentimientos, a sus sueños, a su libertad. La imagen de Abidin se le aparecía una y otra vez, como un eco doloroso de lo que pudo ser y no fue.
Pero lo peor aún estaba por llegar.
La noche de bodas, ese momento tan idealizado por muchos, se convirtió para Suna en una pesadilla viviente. Apenas cruzaron el umbral de la habitación, se enfrentó a una realidad cruda y despiadada. Saffet, lejos de mostrar empatía o afecto, se mostró indiferente a su sufrimiento. Para él, aquella noche no tenía nada de especial más allá de satisfacer sus deseos. No había ternura, ni respeto, ni siquiera una mínima preocupación por lo que Suna pudiera estar sintiendo. Solo había egoísmo.
Y entonces, la frase que le heló la sangre: “¿Masaje de pies o nos acostamos?”
No fue una pregunta. Fue una amenaza disfrazada de elección. Suna, destrozada emocionalmente, comprendió que en realidad no tenía ninguna opción real. Ambos caminos eran igual de humillantes, igual de dolorosos, pero uno de ellos era más fácil de soportar. Con lágrimas contenidas, con el corazón hecho trizas, eligió el mal menor. Se arrodilló ante Saffet y, entre sollozos silenciosos, le masajeó los pies como si con ese gesto pudiera evitar algo peor.
Cada caricia en sus pies fue una puñalada a su dignidad. Cada segundo que pasaba era un recordatorio de su impotencia, de su fragilidad, de lo sola que estaba en ese infierno privado. Porque, aunque Saffet estaba físicamente presente, emocionalmente no había nadie a su lado. Suna estaba sola con su dolor, atrapada en una habitación que se había transformado en celda, con un esposo que no veía más allá de sus propios caprichos.
Pero mientras sus manos seguían el ritmo de ese ritual obligado, su mente viajaba lejos. Volaba hasta los recuerdos con Abidin, hasta los momentos robados en los pasillos de la mansión, las miradas cómplices, las palabras no dichas, los abrazos que solo existieron en su imaginación. En medio de la humillación, Abidin seguía siendo su ancla, su refugio invisible, la única luz en la oscuridad. Y sin embargo, esa noche, también él parecía haberse desvanecido. Estaba lejos. Inaccesible. Irrecuperable. 
El amanecer no trajo consuelo. Al contrario. Cuando los primeros rayos del sol se colaron por la ventana, Suna comprendió que lo que había vivido no era una pesadilla pasajera. Era el comienzo de una nueva vida… pero no la que soñó. Era una existencia marcada por la resignación, por el sacrificio, por el silencio impuesto. Era una prisión sin barrotes donde su voz ya no tenía valor, donde sus deseos no contaban, donde sus lágrimas caían sin ser vistas.
Esa noche, Suna no solo perdió su libertad. Perdió también la esperanza. El brillo en sus ojos se apagó un poco más. Su alma, antes llena de vida, de ilusiones y anhelos, quedó herida, fragmentada, marchita.
Y lo más doloroso es que nadie pareció notar la magnitud de su sufrimiento. Para el resto del mundo, fue solo una noche más, una boda más. Pero para-Suna, fue el día en que su mundo se derrumbó. El día en que entendió que su lucha recién comenzaba.
¿Podrá alguna vez escapar de esa jaula? ¿Tendrá la fuerza para alzar la voz y romper las cadenas? ¿Volverá a ver a Abidin? Las respuestas son inciertas. Pero lo único claro es que Suna ya no es la misma. Algo dentro de ella cambió para siempre. Y aunque hoy camine entre sombras, su corazón guarda aún una chispa de rebelión, una semilla de esperanza que, tal vez, algún día, vuelva a florecer.
Porque a pesar del dolor, Suna no se ha rendido del todo. Aún respira. Aún sueña. Aún recuerda cómo se ama. Y en ese recuerdo puede nacer la fuerza que le permita romper el destino impuesto y escribir su propia historia.