Marta y Fina: Sueños de Libertad (Capítulo 301): ¡No me llames “mi amor, mi amor”! ¡Yo no te amo!

El peso de lo inevitable cae como un martillo en el corazón de María. La escena se desarrolla en la casa que alguna vez fue su refugio, pero que ahora se ha convertido en una prisión de recuerdos rotos. Frente a ella, Andrés, con la voz temblorosa de quien presiente el final, intenta buscar en vano los hilos rotos de un amor que ya no existe.

—Haré lo que quieras —suelta Andrés casi suplicante—. Lo que sea.

Pero María, con la mirada firme y el alma hecha trizas, responde con una verdad que lo atraviesa:

—No hay nada que hacer… porque no te quiero.

El silencio que sigue a esa confesión es más cruel que cualquier grito. Andrés, con una sonrisa rota, trata de encontrar consuelo en la ilusión de que la vida les ha dado una segunda oportunidad. Dice que quiere aprovecharla. Que sueña con reconstruir todo, pero esta vez, de la mano de María.

Ella, sin embargo, no deja espacio para la fantasía. Le deja claro que no hay puentes que reparar, que el amor entre ellos se extinguió hace tiempo, consumido por las heridas y las decepciones. Cada palabra de María es un dardo certero, cargado de un dolor que ya no se molesta en ocultar.

—La manera en que me tratas —dice, conteniendo las lágrimas—, solo me amarga el día.

La conversación, ya tensa, toma un giro aún más ácido cuando Andrés lanza una noticia destinada a herir: Begoña, según él, se irá de la casa. Lo dice casi celebrándolo, como si se tratara de un triunfo personal. Felicita a María de forma sarcástica, insinuando que es lo mejor, porque “Begoña no es familia de verdad”.

María, encendida de furia, le recuerda que Begoña sí tiene un vínculo con Julia, su hija. Pero Andrés, implacable, responde con frialdad:

—Ni por sangre ni por ley la tiene. Si aprende a comportarse, tal vez le permita verla de vez en cuando.

Las palabras hieren como cuchillas. María, luchando contra el temblor de sus manos, le advierte que no será él quien decida sobre la vida de Julia. La autoridad moral de Andrés se ha evaporado hace mucho.Uploaded image

—¿Quién te crees para decidir lo que Begoña puede hacer con su hija? —lo desafía con voz firme.

Andrés, empecinado en su propio delirio de control, menciona una carta. Un documento que, según él, le da poder para dictar las reglas. Pero María, implacable, le deja claro que ni la ley, ni las cartas, ni la iglesia tienen el poder de cambiar lo esencial: hace mucho tiempo que Andrés dejó de ser su esposo en su corazón.

—Si tuvieras algo de dignidad —le espeta con dureza—, te habrías ido de esta casa hace mucho.

La súplica de Andrés se vuelve patética. Promete cambiar, promete enmendar sus errores, promete cualquier cosa con tal de no perderla. Pero ya es demasiado tarde. María no es la misma mujer que una vez esperó, una vez lloró, una vez amó ciegamente. Ahora ve con claridad. Y la claridad duele, pero libera.

—No me llames “mi amor” —dice, su voz quebrándose pero su voluntad firme—. Yo no te amo.

Cada palabra es una sentencia, y Andrés, aunque se niega a aceptarlo, siente el peso de esa verdad aplastarlo. No importa cuánto suplique, no importa cuántas promesas haga: la historia entre ellos ha llegado a su último capítulo.

En otro rincón de la casa, donde la tristeza también se hace fuerte, Marta observa a Fina, quien ha sido testigo de cada desencuentro, cada lágrima, cada mentira desmoronándose. Fina, que siempre creyó en las segundas oportunidades, ahora comprende que hay heridas que ni el tiempo ni la voluntad pueden curar.

Marta, con una mezcla de tristeza y sabiduría, abraza a su amiga:

—Hay amores que, por más que duelan, es mejor dejar ir —susurra.

Fina asiente, sus ojos llenos de lágrimas que no se atreve a derramar. Porque también ella ha sido prisionera de un amor que no sabía más que destruir.

Mientras tanto, en el fondo de la casa, Andrés cae de rodillas, derrotado no solo por el rechazo de María, sino por la amarga conciencia de que sus errores fueron su verdadera condena. Clava los ojos en el suelo, como si buscara allí las respuestas que nunca supo encontrar en su corazón.

María da un último vistazo a ese hombre que alguna vez amó. No siente odio. Solo tristeza. Una tristeza profunda, que sabe que llevará en el alma mucho tiempo, pero que no le impedirá seguir adelante.

Con paso firme, se aleja. Atrás deja no solo a Andrés, sino a la sombra de la mujer que fue cuando estuvo a su lado.

Por fuera parece serena. Por dentro, su corazón late con la furia de quien ha decidido, por fin, liberarse de sus propias cadenas.

La libertad, entiende ahora, no es solo dejar atrás un lugar o a una persona. Es también dejar atrás el dolor, las culpas, los miedos.

Es Sueños de libertad, sí. Y, aunque el camino sea duro, María sabe que, esta vez, no habrá vuelta atrás.


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