En la mansión de los Reina, el regreso de Pelayo tras su viaje de negocios no trae la calma esperada, sino una tormenta emocional que amenaza con sacudir los cimientos de su matrimonio con Marta. Apenas pone un pie en el salón principal, la tensión se palpa en el aire. Marta lo recibe con un tono forzadamente neutro, pero sus ojos reflejan una mezcla de ansiedad y reproche.

“¿Qué tal el viaje?”, pregunta ella, intentando mantener la compostura. “Mucho trabajo. Es difícil encontrar gente cualificada para los hoteles”, responde Pelayo sin sospechar lo que está por estallar. Marta, sin perder tiempo, lanza la primera bomba: “Podrías preguntarle a mi padre. Se ha vuelto un experto en contrataciones últimamente”.

Pelayo frunce el ceño, desconcertado. Y con razón. Marta no tarda en revelarle que Damián ha contratado a un detective privado para investigar a don Pedro Carpena. Pero lo más grave no es la investigación en sí, sino que el detective es el mismo que Jesús usó en el pasado para seguirla a ella y a Fina. Pelayo no puede dar crédito a lo que oye: ese hombre, o uno de sus fotógrafos, consiguió capturar el momento más íntimo y vulnerable de Marta y Fina… un beso. Jesús entregó las fotos a Damián, quien en su furia inicial casi rompe el vínculo con su hija, aunque con el tiempo aprendió a aceptar su verdad y terminó confiando lo suficiente como para dejarle la dirección de la empresa.

Pero para Pelayo, esa aceptación tardía no es consuelo. Se siente traicionado por Marta, no tanto por lo que pasó, sino por no haberle contado nada antes de casarse. “¿No pensaste que era importante? ¿Qué pasará si esas fotos salen a la luz?”, lanza, dolido y enfadado. Marta, cansada de escuchar sobre su “reputación”, le asegura que las fotos y los negativos fueron destruidos. Aun así, Pelayo teme que existan copias. “Todos tenemos un pasado”, le dice Marta con firmeza. “Incluido tú”.

La discusión escala, y Pelayo, con un tono cada vez más hiriente, deja entrever que su matrimonio ya le parece un mal negocio. Marta, con la dignidad intacta, le lanza una frase con amarga ironía antes de salir del salón: “Entonces tómate una infusión”.

Con el alma aún ardiendo por la discusión, Pelayo se dirige al despacho de Damián. La tensión en su rostro es evidente. “¿Tiene un momento?”, pregunta, entrando sin esperar respuesta. No se anda con rodeos: quiere hablar del detective. Damián, tras su escritorio, lo observa con calma, como si ya esperara ese enfrentamiento.

Pelayo expresa su preocupación por Marta y por el hecho de que ese hombre, sabiendo tanto sobre su vida privada, siga merodeando por la fábrica. Damián asegura que las fotos fueron destruidas y que el detective, Ángel Ruiz, es un profesional discreto y costoso. Si alguna vez traicionara su confianza, no volvería a trabajar… “al menos no en este país”.

Pelayo, firme, exige que Damián sea más cuidadoso. Le recuerda que él también ha hecho sacrificios por ese matrimonio, que tomó decisiones difíciles, y ahora espera que él no ponga en riesgo a Marta ni a sus intereses. Damián no dice nada, pero su silencio pesa como una advertencia mutua.

Horas más tarde, en un intento por recuperar algo de la paz perdida, Pelayo vuelve al despacho de Marta. Lleva una caja de bombones en la mano. “Vengo en son de paz”, dice con una sonrisa tensa. Marta lo mira con escepticismo. “¿Y crees que con bombones se soluciona todo?”, le lanza, sin ocultar su decepción.

Pelayo suspira, baja la guardia. “Perdóname, Marta. Sé que reaccioné mal. Pero tienes que entender que yo también me estoy jugando mucho. Este matrimonio no es solo un acuerdo, es una forma de protegernos a ambo”. Marta lo escucha en silencio, pero sus ojos ya no están tan duros.

“Fina ya estaba en mi vida cuando me conociste”, responde ella con serenidad. “Y tú lo sabías. Te casaste conmigo sabiendo las circunstancias”. Pelayo asiente, reconociendo esa verdad, pero añade que nunca imaginó que todo sería tan arriesgado.

“Una relación siempre implica riesgo”, dice Marta con claridad. “Y eso lo tienes que aceptar”. Pelayo, con el rostro marcado por la frustración y la ternura, le pide que ponga más de su parte. “Ya no hay vuelta atrás. Estamos obligados a entendernos”.

Marta lo mira, más tranquila ahora. “Créeme, soy muy consciente”, responde. Pelayo insiste: “Tú sabes lo que les hacen a personas como nosotros en las colonias agrícolas, o en las prisiones de Canarias. Eres mi mayor apuesta, y también la más arriesgada. Tienes que entender mis miedos”.

Marta se acerca, suavizando el tono. “Y los entiendo. Pero no me ataques cada vez que el miedo te invada. No dejes que ese miedo te impida vivir tu vida”. Pelayo la observa con una mezcla de angustia y amor. “Precisamente por eso tenemos que jugar nuestras cartas de forma más inteligente. No por nuestros apellidos, ni por nuestras ambiciones. Es nuestra libertad lo que está en juego”.

Ella asiente lentamente. En ese instante, el silencio entre ellos ya no es un muro. Es un acuerdo tácito. Una tregua frágil. Pero una tregua al fin.

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