La guerra de María está lejos de haber terminado. En Sueños de libertad, la tensión alcanza un nuevo punto crítico cuando María, acorralada y al borde del colapso, saca las garras y amenaza directamente a don Pedro, tras enterarse de que la nulidad matrimonial con Andrés aún no ha sido frenada como ella esperaba.
Todo comienza con el rechazo cada vez más evidente de Andrés, quien ya no oculta su desprecio hacia María. Él ya no la quiere en su vida, pero ella no está dispuesta a rendirse. A pesar de que la familia Reina intenta por todos los medios separarla, María se aferra con uñas y dientes a ese matrimonio, dispuesta a sostenerlo incluso por la fuerza. La humillación ya no le importa: su obsesión es más fuerte.
La primera escena clave del episodio la protagoniza Digna, quien, visiblemente inquieta, busca una conversación privada con María. Con franqueza le dice:
“Estoy muy preocupada por Julia. Ha perdido a su padre y ahora debe aceptar que tú y Andrés seréis sus tutores… algo que nadie esperaba, ni siquiera ella.”
Pero María, serena y segura de sí misma, le responde sin titubear:
“No tiene por qué preocuparse. Conmigo y con su tío, Julia estará bien.”
Digna intenta suavizar el tono, pero no oculta su desconfianza:
“No dudo solo de ti… sobre todo, desconfío de quien tomó esta decisión.”
María, cortante, la interrumpe:
“Jesús hizo lo que creyó mejor para su hija, tanto en casa como en la empresa. Y aunque ustedes se resistan, yo cumpliré con mi deber. Pregúntele a Julia. Estoy logrando que recupere la alegría. Solo miro por su bienestar.”
La tensión se dispara cuando Andrés irrumpe en la conversación. Ha escuchado lo suficiente y no piensa quedarse callado. Con sarcasmo le espeta a María:
“¿Solo miras por el bienestar de Julia?”
Ella gira el rostro, molesta, pero sin perder la compostura:
“No estaba hablando contigo, pero ya que lo mencionas… sí.”
Andrés, furioso, la acusa de manipular la situación:
“Permites que se enfrente a situaciones incómodas. Provocas a Begoña hasta hacerla estallar delante de la niña.”
María, impasible, se defiende:
“Ella me insultó. Me atacó sin razón. Tú sabes perfectamente cómo sacarla de quicio.”
El intercambio se vuelve cada vez más venenoso. Andrés grita que María solo busca destruir, que no le importa Julia, que lo único que quiere es retenerlo.
María, con los ojos brillando de rabia, le responde con dolor:
“Lo único que quise fue que me quisieras.”
Pero Andrés no se conmueve:
“Tú no sabes querer a nadie. Dices que me amas, pero ni siquiera sabes lo que eso significa.”
María grita: “¡Cállate!”, rota por dentro. Pero él continúa, implacable:
“Odias la verdad. Te miras al espejo y solo ves maldad. Estoy contando los días para que llegue la nulidad… para borrar cada rastro de lo que alguna vez tuvimos.”
Derrotada y rota, María abandona la habitación. Se pierde por los pasillos de la casa, buscando un rincón donde poder derrumbarse sin testigos. Llora en silencio, no solo por el dolor, sino por la impotencia, por el amor que aún siente y que ya no tiene a dónde ir.
Pero María no es de las que se rinde. Esa misma noche, agotada y con la rabia palpitando en cada vena, se presenta en el despacho de don Pedro. Ya no viene a pedir… ahora exige.
Don Pedro, siempre sereno, la recibe con una sonrisa diplomática:
“Las cosas no van tan rápido como nos gustaría…”
Pero María lo corta en seco:
“Eso significa que no ha ofrecido suficiente dinero.”
Don Pedro intenta calmarla:
“Te aseguro que mis contactos en el tribunal eclesiástico están trabajando.”
María, con sarcasmo, lanza una mirada cargada de reproche:
“¿Y por qué me suena que eso ya lo he escuchado antes?”
El empresario mantiene el tono tranquilo:
“Presionar demasiado puede ser contraproducente. La carta llegará. Es cuestión de un par de meses.”
Pero María explota:
“¡No de un par de meses nada! Tiene que ser ya.”
Don Pedro, un poco sorprendido, pregunta:
“¿A qué viene tanta prisa? Mientras no llegue la carta… sigues casada.”
Y ahí, con la voz temblorosa de ira contenida, María deja caer la bomba:
“Estoy harta. Harta de las humillaciones de Andrés. De que me amenace. De que me desprecie. Siempre escudándose en esa dichosa nulidad. Pues que se entere: va a estar casado conmigo el resto de su miserable vida.”
Don Pedro intenta razonar con ella, bajándole el tono como si hablara con una niña:
“No entres en provocaciones, María. Todo sigue su curso. Confía en mí.”
Pero María ya no confía en nadie. Lo mira fijamente, y con una voz baja, pero letal, le lanza una amenaza directa:
“¿De verdad cree que no me doy cuenta? Mientras yo espero esa carta, usted me tiene comiendo de su mano. Pero cuidado… porque las tornas pueden cambiar.”
Por primera vez, el rostro de don Pedro se tensa. La máscara se resquebraja.
“¿A qué te refieres?”, pregunta con inquietud.
María da un paso al frente, más desafiante que nunca:
“¿Qué pasaría si su querida Digna se enterara de que usted está confabulando conmigo? Sé que no puedo votarle en contra en la junta, pero si ella descubriera su verdadera naturaleza… su mundo perfecto se vendría abajo. Usted decide.”
El silencio se instala. Don Pedro sabe que ella no está jugando. Y, tras unos segundos, asiente con resignación. María ha ganado esta batalla. Una vez más, ha tomado el control.
Pero las preguntas quedan abiertas:
¿Podrá mantener a Andrés a su lado a la fuerza?
¿Logrará frenar la nulidad definitiva?
¿O terminará cayendo víctima de su propia obsesión?
Una cosa está clara: María ya no tiene límites. Y está dispuesta a destruir todo a su paso con tal de no perder.