Esta semana en La Promesa, los muros del palacio no solo guardan secretos: los susurran, los esconden y, cuando menos se espera, los vomitan con furia. Todo comienza con un movimiento inesperado de Martina, cuya decisión sacude los cimientos de su futuro con Jacobo. Cansada de la frialdad y las evasivas de su prometido, y azotada por sus propias dudas, toma una decisión tan dolorosa como valiente: suspender la boda. Necesita tiempo, claridad y espacio para saber si quiere lanzarse a un compromiso que cada día le pesa más. ¿Puede el amor sobrevivir a la falta de verdad y complicidad?
Mientras tanto, en las sombras de la ambición, Leocadia mueve fichas con una habilidad temible. Anhelando el trono invisible de señora de La Promesa, ejecuta una maniobra tan calculada como arriesgada: trae de vuelta al palacio valiosas obras de arte, ganándose la confianza del marqués. Alonso, cegado por la aparente generosidad, agradece el gesto, sin ver la telaraña que lentamente lo envuelve. Pero Lorenzo, siempre con un ojo en los hilos del poder, lanza una advertencia afilada: los favores de Leocadia siempre tienen un precio.
Ángela, por su parte, siente en las entrañas que su madre no es quien aparenta. Su desconfianza hacia Leocadia crece, chocando con la terquedad del marqués. Pero la joven no se rendirá fácilmente. Y hablando de jóvenes, Curro y Ángela protagonizan uno de los momentos más intensos de la semana: una confesión de amor que quema. Curro, con el corazón en la mano, se declara con una sinceridad desarmante, ignorando por un momento las barreras sociales que los separan. ¿Será suficiente ese amor para romper cadenas centenarias?
En otro rincón del palacio, la pasión juega una mala pasada a Adriano. Su relación clandestina con Catalina es descubierta por Alonso, quien lo encuentra saliendo furtivamente de su habitación. La decepción en el rostro del marqués es una sentencia silenciosa. Catalina, feliz con su reciente maternidad, ve cómo la burbuja de dicha que había construido con tanto esmero se tambalea peligrosamente.
Y mientras la felicidad parece un lujo escaso, la tensión se acumula en el servicio. Ricardo, consumido por el dolor de la desaparición de Dieguito, lanza una acusación devastadora: señala a Ana como responsable de tan cruel acto, sugiriendo que lo hizo para ganarse la simpatía de Pía. Ana, herida y acorralada, se defiende con uñas y dientes, mientras Santos, su hijo, la defiende con una furia que nace del amor ciego. La brecha familiar se ensancha y las heridas parecen imposibles de cerrar.
Pero Pía también lucha su propia batalla. Su vínculo con Rufino, un experto en venenos, se transforma en una trampa mortal. Él ha descubierto su verdadera identidad, y el miedo de Pía se convierte en una prisión. Las consecuencias de su verdad amenazan con arrastrarla a la ruina, al escarnio público y a una posible condena. ¿Podrá escapar antes de que el peso de sus secretos la aplaste?
Mientras tanto, en un rincón menos escandaloso pero igual de crucial, Simona recibe una oferta inesperada: Manuel ha decidido contratar a su hijo Antoñito en el palacio