La escena arranca con un silencio cargado de emociones que solo se rompe cuando Andrés, visiblemente alterado, irrumpe en el dispensario. Frente a él, Begoña se recupera del brutal asalto que ha sufrido. La tensión se palpa en el aire. Las palabras que siguen no son fáciles, y cada una lleva el peso de lo no dicho desde hace tiempo.
—Nos has tenido a todos muy preocupados… ¿Cómo estás? —pregunta Andrés con la voz temblorosa.
—Bien. Han sido solo cuatro puntos —responde Begoña, restándole importancia, aunque su mirada cuenta otra historia.
Andrés, aún agitado, se siente desbordado por la culpa: no estaba con ella cuando más lo necesitaba. “Lo he pasado muy mal, sin saber cómo estabas… Estaba a punto de ir al cuartel,” confiesa. Pero Begoña, en un acto de contención emocional, lo corta en seco con ternura firme: “Andrés, tú no me debes nada. No te sientas culpable.”
Con esa frase, empieza una despedida emocional que no es explĂcita, pero se intuye inevitable. Begoña sabe que tienen que alejarse. No por falta de amor, sino porque amarse en su situaciĂłn solo les causa más daño. “Tenemos que alejarnos los dos”, sentencia. Es un escudo que ella levanta no solo por su bienestar, sino tambiĂ©n por el de Ă©l. Lo dice con la voz rota pero con una convicciĂłn que duele.
Andrés, incapaz de resignarse, responde con desesperación:
—Me mata luchar contra mis sentimientos.
Ambos saben que ese amor que se niegan sigue vivo, latiendo en cada mirada, en cada silencio que comparten. Pero ella lo sabe mejor que nadie: no puede seguir asĂ. “TĂş has decidido enterrarte en vida, AndrĂ©s… Yo no me puedo dejar arrastrar por ti.” Es una frase que resuena como un puñal. Porque Begoña no solo se está despidiendo del hombre que ama, sino tambiĂ©n de la ilusiĂłn de una vida juntos.
Pero justo cuando el momento alcanza su clĂmax emocional, entra MarĂa. Como si el universo se empeñara en recordarle a Begoña que ese amor no le pertenece.
—¡Vaya, por fin te encuentro! ÂżCĂłmo estás? Nos tenĂas en vilo —dice con fingida amabilidad.
MarĂa, como siempre, ha llegado para recuperar su lugar. Pero no viene vacĂa: trae noticias sobre Olga, la nueva enfermera que ha decidido contratar.
—Empezará pasado mañana. Nos ha causado buena impresión, aunque estará a prueba —dice, mirando de reojo a Andrés mientras acaricia la fachada de una esposa atenta.
Sus palabras, que podrĂan parecer prácticas, en realidad encierran un mensaje claro: “Yo soy la mujer de AndrĂ©s. Esta es mi casa. Y tĂş, Begoña, sobras.” Su presencia impone una muralla entre los dos antiguos amantes. Lo que no ha podido la distancia, lo consigue el teatro emocional de MarĂa.
Andrés no contesta. No mira a Begoña. Solo asiente.
—¿Subimos, cariño? —dice MarĂa, rematando la escena con una falsa dulzura que busca sellar su dominio.
Begoña, en cambio, no responde. Apenas susurra un “buenas noches” cargado de todo lo que no puede decir. Y los ve marcharse, juntos, como si nada hubiese pasado, como si ella no existiera, como si el dolor que acaba de vivir no tuviera lugar en ese universo que comparten sin ella.
Cuando la puerta se cierra y Begoña queda sola, el silencio regresa. Pero ya no es un silencio de incertidumbre. Es el de la resignación. De una mujer que ha amado sin condiciones, que ha luchado contra lo imposible… y que ahora acepta su derrota con la cabeza en alto.
Porque no es cobardĂa alejarse. Es valor. El de no permitir que el amor propio se marchite por un hombre que eligiĂł quedarse en una vida vacĂa.
Y asĂ concluye el capĂtulo 347 de Sueños de libertad.
Con un adiĂłs no pronunciado.
Con un amor que no murió… pero que ya no tiene lugar donde florecer.